viernes, 15 de julio de 2011

POSMODERNIDAD TEATRAL







Las miserias del poder


Por Marcos Rosenzvaig

La idea contenidista del socialismo era que el arte debía llegar al pueblo, y por tal razón, debía contar con la exigencia de ser sencillo, directo y entendible. Una tabla de salvación de los grandes valores morales acuñados en nuestro fiel y antiguo decálogo. Esa concepción arbitraria de igualación masiva y popular, que miraba con pánico y desprecio los intentos vanguardistas de un arte para pocos, no se enfrenta demasiado a la estética de nuestra posmodernidad, con la diferencia de que no existe un Estado censor, sino un Estado interior de censura dominado por la desesperación de figurar, de no ser olvidado y de ser exitoso. La otra vertiente dominante es la económica: mientras que en el socialismo los artistas vivían del Estado, y por tal razón, el mismo Estado compraba lo que consideraba útil para el pueblo, en la sociedad posmoderna, el intelectual mediocre es un cuentapropista bajo el sueño ilustre de ampliar el maxi-kiosco de golosinas que ofrece (escritor, profesor, periodista, corrector, redactor publicitario, etc.), para convertirse en exportador de su producto artístico y dueño de una gran cadena interior de difusores, empleados sin sueldo que el día de mañana serán premiados en concursos por este devenido empresario de la falsedad. Los artistas en cambio sufren el peso de  acarrear su propia obra.
Antes de la globalización de los espíritus, hubo espacio y oportunidad para los grandes movimientos, los manifiestos, las polémicas hasta el amanecer en los tugurios bohemios, esa época fue lisa y llanamente aspirada hasta desaparecer. Quedaron la vanidad y la banalidad del artista. El caso es que hoy en día cualquiera puede ser llamado actor o escritor.
En el terreno del teatro argentino, los pseudo-investigadores se adueñaron de la historia del teatro, al punto tal que acuñaron una nueva terminología para estos nuevos tiempos. Terminología más acorde con las intenciones de esta era. El actor pasó a llamarse teatrista, palabra despectiva que no nombra a un creador sino a un ser que puede hacer cualquier cosa dentro del ámbito del teatro. Es lo mismo actuar que dirigir o escribir. ¿Qué es un teatrista? Nada. Por lo menos nada que tenga que ver con el arte. Algunos de los llamados investigadores teatrales en la Argentina, (aclaro que nada tengo contra la investigación teórica, considerando que yo soy un investigador) son algo así como una moda al estilo de los curadores de los artistas plásticos vivos. Un invento que no tiene pie ni cabeza, una especie de mayorista o distribuidor en el terreno mercantilista de las mercancías. No es ni el fabricante ni el consumidor ni el que está parado las 24 horas esperando la venta. Nada de eso. Es la palabra autorizada, el que dictamina con su juicio la validez de la obra, es el curador de las obras teatrales. En síntesis, un falsario más de este sistema. La nueva raza de curadores o investigadores teatrales, por lo general asociados a las instituciones teatrales en calidad de jurados, formadores de opinión, vendedores de cursos para una burguesía aburrida, se caracterizan por ser personas cautas, extremadamente políticas y dejan entrever un aire de debilidad, algo similar a la inocencia. Pero hay algo que es común a todos: no pueden actuar, ni dirigir y menos aún escribir teatro. Pero sí pueden opinar y decidir. Y la opinión es algo fundamental en el terreno de las democracias
La globalización se afirmó bajo los principios morales de la democracia. Esta falsa idea de que “el pueblo gobierna”, encuentra su correlato en “el pueblo escribe”. En este proceso de globalización, la cibernética abre las puertas para que todos puedan ser creadores. Basta tener una computadora y el servicio de banda ancha. La necesidad de protagonismo se hizo extensiva de manera global; el mundo entero es artista y deja su impronta en una página que es visitada por otro protagonista deseoso de posteridad que agrega, como en un teléfono descompuesto, otra impronta de arte repleta de imbecilidades.
Entre todas las disciplinas artísticas, el teatro parece ser la reina de la pasarela en la posmodernidad. Sus locutores y presentadores son los investigadores y críticos teatrales. Ellos otorgan el nombre de guión a lo que en otros tiempos solía llamarse obra dramática. En otras palabras, antes había escritores, dramaturgos capaces de escribir una obra. Los investigadores en nuestro medio, confirieron el título de guionistas a los escritores y alentaron la edición de libros a hombres del teatro (muchos de ellos actores destacados pero que no pueden escribir una gacetilla en una revista barrial). Banalizaron el género, globalizaron la escritura poniéndose acorde con estos tiempos, y en el rincón de los recuerdos, quedaron los verdaderos dramaturgos de este país.
La democratización de la cultura en la era postmoderna llevó a la indiferenciación: todo es lo mismo. Isabel Allende y Juan Carlos Onetti por ejemplo, son igualmente novelistas, y dentro de la lógica democratista que hace del público la instancia decisiva del proceso creador, la supremacía le corresponde al más votado ergo al más vendido.
         Cuando los dramaturgos llevan sus obras inéditas para ser leídas por las editoriales, tropiezan con los curadores del teatro o seudo-investigadores. Y la razón es más que sencilla, ellos configuran el consejo editorial, son los dueños de opinión de lo que se debe publicar en el género teatral. Ellos, naturalmente, privilegian un “guión”, capaz de llenar plateas en puestas exitosas, a una obra dramática de envergadura estética. Su estimación de la obra es la del mercado. De manera que el artista no tiene ni puertas ni ventanas de entrada, el artista debe conformarse con la buena fortuna de conseguir un pequeño subsidio estatal para representar la obra. Esa obra jamás será vista por los curadores y las razones son más que obvias, no cuentan con los votos del mercado, ni de la prensa y menos aún con el voto de la crítica. 

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