sábado, 23 de julio de 2011

La posibilidad de un teatro mexicano.




¿Qué tan pasado de moda suena la pregunta “quiénes hicieron nuestro teatro”?, o lo pongo en otro contexto, para que resulte más familiar, ¿quiénes hicieron nuestra nación, nuestro país o nuestra cultura? Sí. Suena bastante anquilosado, superado, sobre todo suena terriblemente aburrido. Sí probáramos empezar por ahí una cátedra sobre Teatro Mexicano, es probable que jamás llegáramos al final de la jornada. Habría que buscar una siguiente alternativa, qué tal sí nos preguntamos ¿quiénes hacen día con día los trabajos de esta ciudad que le dan forma tal? ¿Quiénes somos los del teatro en este suelo mexicano? ¿Por qué somos así?, y ¿qué hace esa forma con el fondo?

Recuerdo que hace mucho tiempo, mucho antes de que me versara en algo, le pregunte a mi Padre que sí en las facultades, institutos, escuelas o cafés de la vieja Europa estudiaban a los filósofos mexicanos como nosotros hacíamos con los alemanes, los ingleses, los franceses, los españoles y demás. Él muy ofuscado me dijo que no, y reproduzco literalmente su respuesta: “¡¿Cómo para qué?! Ellos tienen a Hegel, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Ortega y Gasset. No difícilmente alguien cree que haya algo en Latinoamérica, fuera de un buen clima y mucha cultura popular.

Más de una década ha pasado desde esa tierna conversación de Padre ocupado e hija indiscreta. Y me parece que esa lógica aplica para otras áreas del conocimiento humano, como el arte y el teatro. Creo que el panorama no ha variado mucho desde aquel entonces, aunque, sería importante recordar, que ahora gozamos de extensos financiamientos de parte del continente europeo para que nosotros nos leamos a nosotros mismos.

¿Por dónde empezar? Nuestro mundo, mucho antes del castellano y del occidente, estaba construido de palacios de piedra caliza y volcánica que aunque surgieron de la mano del ser humano, parecían creación de la propia naturaleza. Nuestra tierra estaba poblada por hombres y mujeres de talle corto, piel rojiza, que no entendían diferencia alguna entre ser quiénes eran y ser naturaleza. Todo era creación e invención del espíritu divino que renunciaba a su esencia para permanecer en forma de jade, colibrí o maíz; y justo ahí sin saber cuándo empezaba y cuándo terminaba, se hacia una fiesta a los dioses. Se ofrendaba un sacrificio de sangre, de virginidad, de ritmo sonoro y de fuego.

Llegaban a un encuentro que se sabía ritual y se sabía representación (actualización) del origen de la vida. A fuerza de la repetición el objetivo era modificar el orden cósmico. La confusión para los seres humanos contemporáneos probablemente provenga del hecho de que siempre se ha querido categorizar la ritualidad prehispánica en dos: la ceremonia religiosa y la teatralidad propiamente dicha, conocida como ceremonia ritual.
         Pobres de nosotros que no podemos negar la cruz de la parroquia que nos conquistó. La división entre humanidad y naturaleza es un criterio occidental que surge como instrumento de control y de poder. En Mesoamérica, la sociedad humana se integraba a la naturaleza, sabía que dependía de ella, sabía que necesitaba ofrecer un regalo de vida para que la los ciclos del cosmos continuarán. La sofisticación de convertir signos religiosos en signos teatrales implica una incoherencia en la esencia de la ceremonia.

Por esos días que llegó la daga del dios de occidente, tomo como trono la piedra de cantera e impuso un católico verbo que trunco naturaleza, rituales y fuego sagrado, convirtiendo las ofrendas de plumas, piedras preciosas, fuego y semillas en sincretismo y evangelio teatral para la América, que poco tiempo le tomaría para ser la América Latina. 
El éxito de las representaciones teatrales evangelizadoras radicó en que “el arte de representar era algo inherente a la cultura mesoamericana”. Probablemente donde fallaron fue en su vocación aleccionadora. Más terreno perdió el catolicismo que lo que ganaron los signos rituales de las ceremonias religiosas-teatrales prehispánicas: la pintura corporal, máscaras, atavíos de plumas y joyería, los cuales se confundieron con elementos de vestuario, escenográficos y de utilería, mismos que en su forma cargaban la relación de la vida humana con la naturaleza en la concepción indígena.

Y nos sorprende la avidez y prontitud con que se reportan las primeras teatralidades evangelizadoras (1533) en la recién caída Tenochtitlán.  Estas piezas teatrales, que no son más que instrumentos de conquista espiritual en la Nueva España, fueron realizadas por franciscanos, agustinos y jesuitas a los largo de dos siglos, ¿cuáles eran sus modelos? El recién inaugurado Siglo de Oro Español y las no muy lejanas formas teatrales medievales.

Durante el periodo de la Colonia, los modelos fueron completamente europeos. Las figuras protagónicas del teatro mexicano en el Siglo XVI, son Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón, este último nacido en México, sin embargo toda su formación académica y su producción literaria la realizó en España. Es importante mencionar que los padres intelectuales de este par de tesoros nacionales son Lope de Vega y Calderón de la Barca.

Pasarán muchos años para que algún historiador mencione algo referente a la producción teatral en México. No es, sino hasta pocos años después de la pronunciación de la Independencia de México que aparecen celebres nombres como, Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-1851), Fernando Calderón (1809-1845), José Joaquín Gamboa (1920), unos realizaron su producción teatral respetando, casi plagiando historias, modelos y personajes de los modelos europeos, y otros más, hicieron un esfuerzo de traslación, tomando algunos temas más actuales para el contexto nacional, tales como, la lucha social, la desigualdad, pobreza, la opresión entre clases.

Las vanguardias artísticas toman por asalto al teatro en México, alrededor de los años 30ª, principalmente con la intervención del colectivo teatral denominado el Teatro de Ulises, que estaba integrado y liderado por importantes poetas y dramaturgos mexicanos: Salvador Novo (Cd. de México, 1904-1974), Xavier Villaurrutia (Cd. de México, 1903-1950) y Celestino Gorostiza (Villahermosa, Tabasco, México 1904-1967), todos ellos constituían un grupo literario conocido como “Los Contemporáneos”.

El Teatro de Ulises (1928), trajo a la escena mexicana, las visiones de renovación teatral que se producían en otras partes del mundo, desafiando el repertorio dramático, los espacios teatrales y los métodos de profesionalización teatral. Introduciendo autores como Eugene O’Neill, Jean Cocteatu, Luigi Pirandello, Jean Giroudoux o Agust Strindberg; revelándose contra las formas convencionales de la sala teatral y de las técnicas actorales; este teatro fue de los primeros en establecer los que hoy se pudiera categorizar como el teatro de experimentación. Sin embargo, el Teatro de Ulises tuvo una corta vida, su continuidad se prolongó en lo que se conocería como el Teatro Orientación (1932). Por su parte Salvador Novo fundó el Teatro La Capilla (1950), que llevaría a escena a Samuel Becketty Eugéne Ionesco.

         Los herederos de está experimentación teatral serán los jóvenes poetas y dramaturgo(as) de la generación de los 50ª, entre los que encontramos a Emilio Carballido (Córdoba, Veracruz, México 1925-2008), Sergio Magaña (Tepalcatepec, Michoacán, México 1924-1990), Luisa Josefina Hernández (Cd. de México 1928), Rosario Castellanos (Cd. de México, 1925-1974), Rafael Solana (Xalapa, Veracruz, México, 1915-1992), Luis G. Basurto (Cd. de México, 1920-1990), Elena Garro (Puebla, Puebla, México 1920-1998), Jorge Ibargüengoitia, (Cd. de México, 1928-1983)  mismos que vendrán a fortalecer enormemente la literatura dramática y la teoría teatral, escribiendo y dirigiendo.

         Sin embargo, la piedra angular de nuestro teatro nacional desde la dramaturgia, teoría, formación, práctica y producción será Rodolfo Usigli (Cd. de México, 1905-1979). Él fue un dramaturgo, poeta y escritor muy prolífico, que a través de su rigurosa escritura teatral fundó el teatro nacional moderno, mismo que fue ocupado, operado y protagonizado por la generación de los 50ª. 

Para comprender el pensamiento de Usigli, hay que recurrir a sus múltiples ensayos, unos escritos per se como parte del género ensayístico, y otros como apéndice a obras dramáticas a manera de prólogos o epílogos; además, habría que incluir los pensamientos de su autor permeados entre los diálogos de sus personajes y en las acotaciones de sus obras. Usigli nunca pone palabras en la boca de sus personajes, sino propone pensamientos férvidos en sus mentes. No piensa por los personajes, sino que piensa en ellos. No fue un filósofo pero dejó constancia de su pensamiento; ni fue un sociólogo pero sí un reformador de su sociedad; ni menos un psicólogo pero llevo a cabo -junto a Samuel Ramos y Octavio Paz- uno de los mejores análisis del mexicano. Así que mientras recorría su itinerario de autor, vivía preocupado por las ideas, por transformar su sociedad y por definir la identidad de los mexicanos. Aledaño a su pensamiento humanista de Usigli, está su poder de objetivación; verse y vernos como objeto, no como sujeto; utilizar la literatura para objetivarnos. Mira a México y a los mexicanos con ojos externos, como si no fuera mexicano, mientras que en lo íntimo amaba tanto a su país. Usigli fue mexicano por nacimiento y por propósito, aunque no por herencia familiar: su madre había nacido austro-húngara y su padre, ítalo-africano”[1].

         Así, Rodolfo Usigli, ciudadano del teatro, completísimo, emprendió varias empresas teóricas teatrales entre ellas, “México en el teatro”, (1932), una relación biográfica del teatro realizado en México durante los últimos cuatro siglos; “Itinerario de un autor dramático”, (1940); también escribe “Anatomía del Teatro”, (1934), un ensayo teatral donde toma como metáfora la analogía del cuerpo humano con el corpus teatral.  “[…] la anatomía del teatro se asemeja a la humana, y tienen sitio en la cabeza los técnicos y el crítico que piensa; los oídos, los ojos y el estómago son el público, y la nariz que olfatea, el empresario; la garganta y la lengua el actor; los pies, el edificio asentado y móvil a la vez; y las manos, los tramoyistas y utileros. Pero el autor es la sangre y la respiración […][2] A lado de estas cábalas del universo teatral, Usigli presenta un ensayo denominado “Las tres dimensiones del teatro” (1959); donde plantea que el teatro mexicano requiere de expresión, pasión y fascinación, como medida correctiva al silencio, la inercia y la fuga, que caracterizan el teatro mexicano.

Definitivamente Rodolfo Usigli es el antecedente teórico más relevante para el teatro mexicano de nuestros días. Es el fundador de la idea de “mexicanidad” en la producción teatral y es un pensador profundo del fenómeno de la escena, que a través de estos ensayos, los prólogos a sus obras dramáticas y las propias obras dramáticas modifico la manera de ver, hacer y discutir la práctica teatral, sin embargo, como en muchas otras ocasiones, no ha sido del todo reconocido, ni estudiado suficientemente; padecer no exclusivo de él, sino del teatro en general, ante la narrativa, las artes visuales y la música.

Usigli, trabajó durante un periodo que facultó al director de la escena como el amo y señor del reino, es decir la llamada “entronización del director”, esto quería decir, que los dramaturgos(as) se convierten en directores desde el texto literario con el recurso de las acotaciones o el texto dramático pasaba a un segundo plano en la puesta en escena. Durante los años 70ª surgen varios dramaturgo (a)s, herederos de la escuela de Usigli y de la generación de los 50ª,  para ser exacto dos generaciones: la Generación Intermedia y la Nueva Dramaturgia Mexicana. Varios nombres encontramos aquí: Óscar Villegas, Tomás Espinoza, Miguel Ángel Tenorio. También Luisa Josefina Hernández o Hugo Argüelles influyeron en autores como Óscar Liera, Sabina Berman o Víctor Hugo Rascón Banda,  Gerardo Velásquez y Alejandro Licona.

Fue precisamente en esta década de los años 60ª y 70ª que a la par de un movimiento dramático joven, irreverente, donde la dramaturgia ya se había condenado a la marginalidad y a la negación, surge una generación de directores de escena,

[…] como motor y “autor último” del espectáculo. Era posible hacer una obra teatral con una novela o con el directorio telefónico, o sin texto o sin estructura. La teatralidad había al fin ganado la escena, entendiéndola como todo aquello que convierte a cualquier escenario y acción humana en una caja de Pandora del asombro y la sorpresa. La espectacularidad, cargada de alto voltaje, avasallo los teatros y se extendió a espacios no convencionales para las artes escénicas como frontones y demás. Se mataban pollitos o se rompían pianos sobre las tablas, ocurría el primer desnudo teatral (primicia que se pelean Jodorowsky y de Tavira), el lenguaje de calle se incorporaba sin ninguna censura, hacer el amor en lugar de la guerra…, la escena había cambiado definitivamente.” [3]

El retablo de directores que integran este movimiento estaba integrado, entre otros, por: Héctor Mendoza, Juan José Gurrola, Julio Castillo, Alejandro Jodorowsky (que con 20 años de residencia en México, aportó un legado valioso y versátil para la escena mexicana), Ludwik Margules, Luis de Tavira, Germán Castillo, José Caballero. Con esta experimentación radical en la escena y con el alto perfil como creador artístico que adquiere el director de escena,  era evidente que la exigencia interpretativa y actoral tendría que modificarse ampliamente. Muchos  directores de escena se sumaron a proyectos conjuntos de formación de actores, como es el caso de Héctor Mendoza, Julio Castillo y Luis de Tavira.

Probablemente de ahí surgieron las principales Escuelas de Teatro en México, mismas que nos han formado a estos que somos hoy y a los que todavía no vienen pero que ya marchan en la intuición de hacer una carrera en la actividad teatral. Lo que resulta complejo es que toda está herencia cultural, literaria y teatral, tan escuetamente mencionada, jamás es asumida cabalmente, mucho menos conocida como el patrimonio cultural invaluable. Todos los diagnósticos, reflexiones, críticas y aportaciones a la Historización del teatro mexicano, siempre parten de la idea que venimos de la nada, y que por tal razón, hoy por hoy, no hay nada.

Igualmente, al no conocer los valores y las características que definen el desarrollo histórico del teatro en México, difícilmente se puede definir con entereza el sentido nacional, “la mexicanidad”, la identidad y sentido de diferenciación de nuestros teatro. Estas reflexiones tuvieron su comienzo, después de una conversación informar con algunos estudiantes de la licenciatura en Teatro de la EPBA, sobre la asignatura de Teatro Mexicano. Ahí, caí en la cuenta de que no sabemos nada de nuestro teatro.  Pero, además, no nos preocupa, ni nos molesta.

¿Saben cuándo empezó a molestarme? Cuando caí en la cuenta de que hace muchos años, Rodolfo Usigli había sido Maestro de teoría dramática de Luisa Josefina Hernández en la facultad de literatura dramática y teatro de la UNAM, y que a su vez, ésta fue Maestra de Carlos Solórzano, en la misma facultad, y él le dio clases de la literatura dramática en la Facultad de letras y literatura de la UNAM, a la que fue sería mi Maestra de literatura y hecho escénico I y II en la Escuela Popular de Bellas Artes de la Universidad Michoacana.

Entonces, visualice que todos somos historia y forma del teatro mexicano. ¿Y tú qué con el teatro? Sólo revitaliza tu espíritu y tu bien ánimo. Para mí el teatro lo es todo, pero y ¿yo, qué soy para él? Una pregunta que todavía no tiene respuesta.  

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